BLANCO Y NEGRO… ¿Y EL GRIS?
MAG
Historia
CAPÍTULO 17
PETER
–Entonces
¿Tus papás se van a divorciar? –me preguntó Diego. Desde hace una semana más o
menos se acerca a mí en el recreo y conversamos un poco. A veces me explica
algo de matemáticas o física que no logro entender en clases. Ya no se junta
con sus amigos, el tal Marlon y Frank, o los otros. Ellos en clases me siguen
molestando y yo sigo ignorándolos y durante el recreo nos miran con cara de
querer asesinarnos pero nunca se acercan. Creo que le tienen miedo a Diego.
–No me
han dicho nada, pero sé que así será. Ya casi no se hablan.
Él
asintió y luego se encogió de hombros. –Bueno, como dice mi papá, tienes que
verle el lado bueno a todo.
–¿Qué
tiene de bueno que mis padres se divorcien? –pregunté molesto.
–Al
principio se sienten culpables y te complacen en todo lo que quieres, te
compran cosas, te dejan ir a donde quieras y no te ponen límites… Quieren
evitar que te sientas culpable del divorcio, y te lo digo por experiencia.
–Pero
yo sé que soy el culpable.
–Ya eso
es otra cosa –restándole importancia–. Tendrás doble regalo de cumpleaños,
doble regalo en navidad, en las vacaciones podrás hacer lo que tú quieras, y si
peleas con uno le dices que quieres vivir con el otro, verás como ceden a lo
que pides –lo mire fijamente, la verdad no estaba convencido de que eso fuera
bueno–. Pero recuerda, eso solo es al principio, así que tienes que aprovechar
bien el tiempo.
No dije
nada, no sabía qué decir “Sí, tienes razón, no debo preocuparme porque mis
padres no se hablen y se separen, total, eso hacen la mayoría”. Y era verdad,
la mayoría de mis compañeros de salón tenían padres divorciados, pero eso no
significa que yo quisiera ser parte de las estadísticas. Finalmente pregunté,
ya que él tenía experiencia. –¿Hace cuánto que están divorciados tus padres?
–Hace
mucho que están separados. La verdad no sé si están divorciados o no, yo creo
que no porque mi papá todavía se pone celoso cuando mi mamá tiene novio y más
con este que es un carajito –dijo molesto.
Volví
a quedar en silencio por unos segundos y pude ver que se quería desahogar. –¿Por
qué te cae mal el novio de tu mamá?
–Porque
es un niño y me cae mal –continuaba molesto, pensaba que en cualquier momento
explotaría y yo sería su blanco, pero ahora tenía curiosidad.
–¿Pero
por qué te cae mal? Si me has dicho que los trata bien.
–Ya
te dije, porque es un niño, es un carajito de mierda que podría ser su hijo.
–¡Ay,
no exageres! Tu mamá no es tan vieja, y no creo que su novio tenga tu edad –había
dejado de mirarme, estaba hiperventilando y supe que estaba controlándose,
quizás para no gritar o quizás para no golpearme–. Creo que tú quieres que tus
padres estén juntos como antes, así como yo quiero que los míos se lleven bien
como antes.
–¿Qué
te pasa nuevo? –preguntó al levantarse y ponerse frente a mí, estaba rojo de la
furia–. ¿Quieres que te parta la cara por decir cosas que no son? –miré sus
puños y vi que los tenia cerrados, con los nudillos blancos de la presión que
ejercía.
Volví
a mirarlo a los ojos, tenía miedo, sabía que esos puños golpeaban duro y no
quería volver a sentirlos, pero no se lo demostré. No dije nada esperando a que
se calmara o a que me golpeara. Su respiración se fue enlenteciendo y supongo que sus latidos
también, aunque los míos continuaban retumbando en mi pecho. Se sentó de nuevo
y pude ver que peleaba con sus lágrimas para que no cayeran. –Sorry! I didn’t
want... –se encogió de hombros como si
no le importara pero no dejó de mirar al suelo.
Saraí
se acercó y nos saludó, yo fui el único que respondió el saludo, ella vio a su
hermano y se dio cuenta que algo le pasaba, se sentó a mi lado como si no le
importara. Me sentí incómodo entre los dos y decidí marcharme. Saraí se molestó
y me reclamó. Pensaba que la estaba evitando, y pasó lo que jamás pensé que
pasaría. Diego me defendió de su hermana. –¿Crees que el universo gira a tu
alrededor? ¡Pues, aterriza, diva! Cada uno tiene sus propios problemas y él
tiene muchos.
Saraí
miró a Diego totalmente sorprendida, tampoco se esperaba que él saliera en mi
defensa. –¿Qué te pasa? –me preguntó mirándome.
–Nada
–dije apenas en un susurro, luego miré a Diego y en silencio le supliqué que no
dijera nada.
Me marché
cabizbajo pensando en muchas cosas a la vez, en mis padres y su separación, en
Diego y su reacción y hasta en cómo me había defendido, y pensaba en Saraí. No
puedo negar que me gusta, pero hay cosas en ella que me molestan y bien lo
había dicho Diego cuando la llamo “Diva”. Creía que el mundo estaba hecho para
ella. Pero me gusta, me gusta mucho. Sin embargo no sería justo ni para ella ni
para mí, ilusionarnos con una relación. Había algo que no le mencioné a Diego,
de todos los problemas de mi casa, mi mamá había decidido visitar a mi tía en América
durante las vacaciones.
Mi papá
se quedaría en el país y nosotros regresaríamos al nuestro. Ese era el inicio
de la separación y el divorcio, estoy seguro de eso.
LUIS GERARDO
Vi llegar
al señor Víctor González, presidente de la empresa, venía acompañado de sus
hijos, Jesús y Adrián, el menor. Me levanté y los saludé amablemente, por
supuesto. El señor Víctor preguntó por su otro hijo, mi jefe.
Armando
no estaba en reunión ni le había pasado ninguna llamada, sabía que no estaba
tan ocupado como para no atender a su familia, así que toqué la puerta y
enseguida anuncié a los recién llegados, Armando estaba hablando por celular,
sonrió cuando vio a los hombres, estaba de buen humor. Les ofrecí algo de
tomar, Armando me ordenó llevarle café pero el señor Víctor canceló la orden y
eso le borró la sonrisa a mi jefe. Me retiré lo más discretamente que pude. No
era normal ver al presidente visitar a su hijo en su oficina junto a los otros.
Especular
que habían problemas con la empresa hubiera sido una irresponsabilidad, no
había nada que apoyara eso. Sin embargo, por la presencia y las caras de los
hombres sí pude especular que las cosas no pintaban bien.
Estuvieron
más de dos horas reunidos, no se escuchaba absolutamente nada, no ordenaron
café, agua o algún aperitivo y no sé por qué todo eso me pareció raro.
Cuando
por fin salieron los tres visitantes vi que continuaban con las caras largas.
Armando me llamó a su oficina, se veía demacrado, nada que ver con el hombre que
había dejado hacía poco más de dos horas, el mismo que había llegado de buen
humor. Había envejecido diez años con esa visita. –¿Puedo pedirte un favor? –me
pareció extraño que me tuteara en la oficina pero su aspecto me hizo aceptar
sin discutir.
–Claro,
por supuesto.
–¿Podrías
recoger a mis hijos en el colegio y llevarlos a casa de mi mujer? –eso sí que
me sorprendió y supongo que se me notó en la cara–. Sé que eso no está dentro
de tus funciones pero... –hizo una pausa como para organizar sus ideas–. Juliana
me pidió que fuera por ellos, pero yo... –su mirada se perdió, entendí que sea
lo que sea que se haya dicho en esa reunión de familia lo había perturbado y
quise ayudarlo, al menos a solventar algunos inconvenientes.
–No
se preocupe. Yo me encargaré.
–Gracias…
yo debo... –seguía mirando la nada y yo empezaba a preocuparme de verdad, no
era normal verlo en ese estado, tan perdido, cuando sabía que era un hombre que
siempre estaba centrado en todo lo que tenía que hacer–. Yo debo irme, tengo
que salir de aquí –se levantó rápido y salió.
Me había
desconcertado por completo, era evidente que le habían dado una mala noticia y
eso me hizo sentir pena por él en caso de ser personal o mejor dicho familiar,
y a la vez por mí, porque si era con respecto a la empresa mi empleo corría
peligro.
ARMANDO
Mi padre
Víctor González tiene setenta años. Desde muy joven se vio en la necesidad de
trabajar, era hijo único y su padre los abandonó a él y a mi abuela cuando era
pequeño, solo porque se “enamoró” de una mujer más joven. Mi abuela murió cuando
el tenia dieciséis años y para evitar pasar a un orfanato se puso a trabajar en
lo que fuese y a vivir prácticamente en la calle.
Nunca
se rindió, aun siendo un adolescente solo en la calle se negó a caer en drogas
o la delincuencia. Vendió caramelos, café, cigarrillos y todo cuanto podía. Aprendió
mecánica, albañilería y posteriormente aquello que le daría el imperio que
tiene hoy, zapatería. No solo para reparar zapatos sino para hacerlos y
fabricarlos.
Actualmente
es presidente y dueño de una de las empresas más solidas del país. Y todo
gracias a su esfuerzo y un poco de suerte y buena fe de mis abuelos maternos
que creyeron en él y sus proyectos. Con apenas veinte años se había ganado la
confianza de mis abuelos maternos, antes siquiera de conocer a mi madre. Logró convencerlos
de invertir en una pequeña fábrica de calzado, con solo cinco empleados, que ha
ido creciendo con el paso de los años. Tanto fue la confianza que tenían en mi
padre que estuvieron muy contentos cuando anunció su compromiso y boda con mi
madre, Gisela Clemens, cinco años mayor que él. Pasó a ser Gisela Clemens de
González cuando tenía treinta años.
La empresa
familiar seguía creciendo y los abuelos querían que pasara lo mismo con la
familia. Mi madre también en hija única por lo que mis abuelos estaban deseosos
de llenarse de nietos. Cuando nació Jesús, mi hermano mayor, mi madre tenía
treinta y cuatro años y mi padre veintinueve. Para muchos Jesús sería el único hijo
de la pareja, a ella la consideraban vieja para tener más hijos y la verdad
ellos no estaban apurados por tener más, pero cinco años después nació Yolanda y
un año más tarde nací yo. Así mi madre, con cuarenta años, ya tenía tres hijos,
una familia completa según decía mi abuelo.
A medida
que yo iba creciendo, Yola se convirtió en mi compañera, mi hermana mayor, mi
cómplice en los juegos y las travesuras. Muchos llegaron a pensar que éramos
mellizos porque el parecido era grande, exceptuando las diferencias típicas del
sexo. Jesús era muy grande y tenía sus propios amigos, por lo que ella y yo nos
acompañábamos en todo. Pero luego mi madre dio a luz a Adrián. Tenía casi
cincuenta años cuando el bebé nació, específicamente cuarenta y ocho años. De igual
forma la diferencia entre Adrián y nosotros era abismal y no podía adaptarse a
nuestros juegos y amigos. Así que siempre fuimos Yola y yo, hasta hace cinco
años que ella se casó y se fue a vivir a México con su esposo.
Por supuesto
siempre nos llamamos y nos texteamos, y las videollamadas son más frecuentes
con ella que con cualquier otra persona. Por eso cuando mi padre me dijo lo que
le pasaba el mundo se me vino encima. Se estaba haciendo todos los análisis para
determinar por qué no se ha embarazado y descubrieron que algo no iba bien con
sus ovarios. Siguieron investigando y se dieron cuenta que tiene cáncer. Mi hermana,
mi compañera, mi confidente. Solo tiene treinta y seis años y un horrible
diagnóstico de cáncer que le limita la vida. Lo sabe desde hace un mes más o
menos y no me había dicho nada, se lo dijo primero a mis padres, por supuesto
ellos están tan devastados como yo. Pero tengo mucha rabia, rabia por la
noticia, rabia porque no tuvo la confianza para decírmelo ella misma y rabia
porque no puedo hacer nada para ayudarla.
Y ahora
estoy aquí en mi camioneta llorando como un bebé. Así pasé no sé cuánto tiempo
hasta que marqué un numero en mi
celular, lo hice de forma automática y no fue hasta que escuché su voz que supe
lo que había hecho. No pude decir nada, no sabía qué decir, ni siquiera sabía
por qué la había llamado. –¿Armando? –preguntó Juliana al ver que no le hablaba–.
¿Qué pasa? ¿Pasó algo con los niños? –preocupada.
–No –respondí
para evitar que se preocupara más.
–¿Entonces?
No sabía
qué decir, no podía decirle que mi subconsciente la había llamado justo a ella.
Yo solo quería hablar con alguien, desahogarme y mi mente pensó justo en ella. –Le
pedí a mi asistente que recogiera a los niños y los dejara en tu casa, yo tengo
algo muy importante que hacer –no se me ocurrió decir nada más.
–¿Cómo
que tu asistente? ¡¿Tú te volviste loco?! –comenzó a vociferar y a acusarme de
irresponsable por dejarlos en manos de un extraño.
A
pesar de mis sentimientos me llené de valor y colgué la llamada. Encendí la
camioneta y me dirigí a mi casa a seguir llorando como un niño.
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