BLANCO Y NEGRO… ¿Y EL GRIS?
MAG
Historia
CAPÍTULO 3
ARMANDO
Espero que este fin de semana sea uno de esos donde no
pasa nada, con mis hijos nunca se sabe.
Desperté
temprano, la verdad no pude dormir bien, contrario a lo que piensan mis chicos,
no disfruto castigándolos. Quise congraciarme con ellos, sobre todo con Diego,
preparándoles un rico desayuno. Me entretuve haciendo pancakes con sirope de
chocolate y crema chantillí, sé que no es bueno darles azúcar en grandes
cantidades tan temprano, pero pocas veces tengo la oportunidad de consentirlos.
Lo que me recuerda que debo reorganizarme esta semana para poder ir a la obra
de Johnny.
Diego
fue el primero en bajar, es un gran chico pero tiene un imán para los
problemas. –¿Cómo estás? –lo saludé con un beso en la frente.
–¿Todavía
estás…?
–No
–lo interrumpí, intuyendo la palabrota que quería decir–. Pero eso no significa
que permitiré que se repita –él solo asintió, creo que aún no se ha dado cuenta
de la gravedad del asunto–. Todavía tenemos que discutir qué haremos contigo,
tu madre y yo, la próxima semana –frunció el ceño, ya lo sabía, no tiene idea.
No entiendo cómo puede ser tan inteligente para algunas cosas y tan ingenuo
para otras–. Estás expulsado, lo estarás toda la semana.
Diego
iba a decir algo, pero en ese momento Saraí llegó a la cocina. Esos dos no
podrían ser más diferentes. Mis mellizos habían sido la razón por la que decidí
quedarme con Juliana, valía la pena intentarlo, quería que mi familia se
mantuviera unida. Con el paso del tiempo me di cuenta de que no íbamos a
ninguna parte, pero entonces Johnny apareció y me dije “¿Por qué no intentarlo
una vez más?”. Solo pude quedarme dos años. Mi pequeño Johnny tiene ahora 10
años, ha pasado casi toda su vida de una casa a otra, y no se ha quejado ni una
sola vez, al menos conmigo.
Como
llamado por mis recuerdos, Johnny llegó a la cocina y se sentó al lado de sus
hermanos, serví el desayuno y espere no tener que pelear porque comieran todo o
se tomaran la leche. –¿Qué haremos hoy? –preguntó mi enano, rompiendo el
silencio.
–Diego
está castigado, no podemos hacer nada –dijo Saraí sin darme la oportunidad de
responder–. No podemos hacer nada más que ver la televisión –continuó.
–Saraí
tiene razón –esperando que comprendieran que no había mucho que hacer dentro de
casa.
–Pero
no es justo –se quejó Johnny sin dejar de masticar. Que mala costumbre tiene de
hablar con la boca llena.
–Son
las reglas, y lo saben.
–¡Malditas
reglas!
–¡Saraí!
–la regañé por la palabra que había usado.
–Johnny
tiene razón, no es justo que por culpa de éste nos castigues a nosotros… No
hicimos nada, y tenemos que pagar los platos que rompió otro –dijo mirando con
odio a su hermano.
Intenté
mediar entre todos, la verdad lo que quise fue hacerles entender que no podía
premiar a Diego con una salida si lo que quería era que aprendiera la lección.
Sabía que no era justo con los demás, pero no podía dejar a mi hijo solo en el
apartamento. Quizás si hubiera sido otro chico las cosas serían diferentes,
pero con Diego me daba miedo de que a mi regreso encontrara el apartamento
destrozado o peor, totalmente quemado. Por su puesto no dije nada en voz alta
para no hacer sentir peor a mi hijo, pero los otros dos no me entendían.
Finalmente
Saraí se levantó furiosa. –Pues, los odio a los dos –gritó fuera de sí–. Te
odio a ti por ser un imbécil –le gritó a Diego y luego me miró a mí–. Y te odio
a ti por ser injusto –salió de la cocina y se encerró en su habitación. Todos
nos quedamos callados, Saraí pocas veces explotaba, pero cuando lo hacía todo
el mundo salía salpicado. Johnny fue el siguiente en salir, no sin antes pedir
permiso para retirarse. Me quedé desayunando junto a Diego, que había perdido
el apetito.
Cuando
por fin tuvo el valor de salir de la cocina, recogí los platos y mientras los
lavaba me dije a mí mismo que este fin de semana sería como los de siempre, con
las discusiones y peleas de siempre.
LUIS GERARDO
Como todos los sábados, luego de desayunar, Andrea y yo
comenzamos a limpiar la casa, repartíamos las labores del hogar, lavar, planchar, cocinar, etc. a
ninguno nos gusta esa parte de vivir solos pero entre los dos se hace más
llevadera la labor. Puse una caga de ropa en la lavadora mientras Andrea pasaba
la escoba, este fin de semana me tocaba a mí pasar el trapeador, y planchar,
ella se encargaría de cocinar. Mi niña es muy buena en la cocina y es algo que
disfruta a diferencia de mí. La música comenzó a sonar y supe que el mal humor
del día anterior se había esfumado, mi niña no podía estar enojada conmigo por
mucho tiempo, la verdad ella y yo no podíamos estar molestos por más de unas
horas.
Luego
de limpiar la casa, ayudé a Andrea con la comida, se le había metido en la cabeza
hacer raviolis al pesto, y no me quedó otra opción que ayudarla con la salsa.
Mientras comíamos, hablamos de los planes para la tarde, yo tenía mis propios
planes, pero quería saber que tenía pensado hacer ella. –¿A dónde iremos por la
tarde?
–No
lo sé ¿A dónde quieres ir? –pregunté al tiempo que me deleitaba con la comida–.
La salsa es lo mejor, me quedó buenísima –dije para picarla un poco, y resultó.
Me miró como si quisiera atravesarme con el tenedor.
–Picar
vegetales no es hacer la salsa.
No
pude evitar carcajearme, siempre funcionaba. Si había algo que le molestaba era
que le quitaran el crédito por algo que había hecho. –Entonces, dime ¿A dónde
quieres ir? –repetí la pregunta.
–Quiero
ir al parque
–¿Al
parque? –sin creérmelo. Hacía años que mi niña no me pedía ir al parque y las
veces que yo lo sugería siempre obtenía una respuesta negativa–. Creí que dirías
el cine, o el centro comercial… hasta pensé que podrías decir el teatro, pero… ¿El
parque?
–Tengo
ganas de patinar.
–Está
bien, iremos al parque.
–Lleva
tus patines –me dijo con una gran sonrisa, no sé si estaba jugando o lo dijo en
serio, pero mi cara debió ser graciosa porque comenzó a reír.
–No
voy a patinar.
–Sí
lo harás, quiero patinar contigo.
De
repente tuve una idea, una loca idea, y quizás me ganaría algunos enemigos.
Sonreí. –Está bien, patinaremos juntos.
Cuando
llegamos al parque aún era temprano, no había mucha gente, pero vimos algunos
padres con sus hijos pequeños montando bicicletas y triciclos, otros patinando.
Insté a mi hija a una vuelta al parque, ella aseguró que me ganaría, me dio
mucho gusto verla alegre, disfrutando, no era la misma niña enojada del día
anterior, espero que no cambie de opinión en la siguiente media hora.
Dimos
una vuelta al parque y por supuesto ella me ganó. Mientras nos hidratábamos en
uno de los kioscos del parque, mi celular sonó con una canción muy conocida por
los dos, me aparté para hablar y que Andrea no me escuchara. –¿Qué quería esa?
–me preguntó con evidente enojo cuando regresé a su lado.
Pasé
por alto el apelativo que usó para referirse a Aymé para evitar una discusión.
–Quería saber dónde estábamos.
–¿Para
qué? –iba a responder, pero en ese momento llegó Aymé y saludó cariñosamente a
Andrea y a mí dándome un apasionado beso.
–¿Qué
hace ella aquí? –gritó, llamando la atención de todos alrededor.
–Andrea...
–advertí, sin mucho éxito.
–¿Por
qué tenías que invitarla? –sin dejar de gritar–. Es nuestro día, juntos.
–Andrea,
por favor…
–¿Por
favor, qué? Se supone que vendríamos al parque, tú y yo, ella nada tiene que
hacer aquí –no sabía dónde meterme, todo el mundo nos miraba, el espectáculo
que estaba dando mi hija era digno de un buen chisme de YouTube y así supongo
que ocurrió, ya que varios adolescentes nos filmaban con sus celulares.
–Andrea,
baja la voz, por favor.
–¡No!
Gritaré todo lo que me dé la gana, tienes todos los días para acostarte con
ella y la traes justo hoy que es el único día que compartimos.
Cada
vez estaba más molesto, mi hija estaba pasando todos los límites conocidos.
Sabía que se enojaría, la conozco o creí conocerla, porque la verdad no me
esperaba esa reacción. –No te voy a permitir.
–Luis
Gerardo, yo mejor... –me interrumpió Aymé.
–¡No!
Tú, te quedas –dije, adivinando lo que quería decirme–. Y ella va a moderar su
lenguaje –siseé mientras la miraba fijamente para que entendiera que no estaba
dispuesto a permitirle una grosería más para con Aymé–. Ella es mi novia y
tienes que respetarla… te guste o no, nuestra relación va a continuar, y más
vale que la aceptes de una vez por todas.
Andrea
me miró sin parpadear y me dejó sin palabras cuando comenzó a quitarse los
patines. –Disfrútalos con ella –dijo cuando terminó de quitárselos y caminó en dirección
contraria, hacia donde habíamos estacionado el carro.
JULIANA
Una
ventaja de los fines de semana sola en casa era la de poder ver a Esteban,
llevamos casi un año saliendo juntos, o más bien encontrándonos a escondidas. Yo
no quiero que mis hijos se enteren aun de lo nuestro, no solo porque una nueva
relación les caería fatal y el comportamiento de Diego empeoraría.
Anteriormente he tenido relaciones, Brad, mi exnovio, vino a vivir con nosotros,
pero dos meses después se marchó y nuestra relación terminó, Diego se encargó
de hacerle la vida imposible y de envenenar a sus hermanos, por lo que Brad no
aguantó su mal comportamiento, y la verdad no lo culpo. Pero el problema con Esteban
es su edad, es joven, aunque yo también lo soy, le llevo 12 años. Él apenas tiene 22 años, y la
diferencia con mis mellizos es de apenas 8 años. Es decir, mis hijos nunca
aceptarían nuestra relación.
Nos
encontramos para almorzar en un restaurante modesto, cerca del centro de la
ciudad. A pesar de que el lugar era muy concurrido, las posibilidades de encontrarme
con conocidos eran mínimas. Disfrutamos de un rico almuerzo, no sé qué pensaba
Esteban en ese momento, pero su manera de mirarme intensamente me ponía nerviosa.
No era como si me comiera con los ojos, sino más bien como si me bebiera y se
deleitara.
Salimos
del restaurante, tomados de la mano como dos adolescentes, luego me abrazó con
su brazo izquierdo y me susurró al oído. –¡Cásate conmigo! –pensé que estaba
jugando y me reí, creo que lo hice sentir mal porque se detuvo y se quedó
mirándome fijamente, pero esta vez con el ceño fruncido. Fue cuando comprendí
que lo había dicho en serio y me sorprendí tanto por ello que no pude
responderle–. ¿No me quieres? –me preguntó aun con el ceño fruncido.
–Claro
que sí –dije de manera automática, y no mentía. Lo quería… lo quiero, pero de
ahí a amarlo, no sé. Y esa duda hizo que me quedara callada.
–Tenemos
casi un año juntos, y nos amamos ¿Por qué no formalizar todo? –preguntó como
quien dice algo obvio–. ¿Por qué no vivir juntos de una vez por todas?
–Tengo
una lista que puede responder eso –dije, esperando que entendiera mis razones
para no aceptar ¡Por Dios! Ni siquiera le he presentado a mis hijos–. Esteban,
sabes que… –intenté explicarme sin saber qué palabras utilizar. No tenía idea
de qué decirle–. Tengo tres hijos… –comencé.
–Lo sé
–me interrumpió–. Quiero conocerlos, que ellos me conozcan, formar parte de sus
vidas.
–No
tienes idea de lo que es vivir con niños y… Diego...
–Sí,
también lo sé, es difícil, me lo has dicho, seguro intentará espantarme, pero
no me iré… no te dejaré nunca, ni a ti ni a ellos.
–Esteban,
por favor... –dije abrazándolo, intentando poner mis ideas en orden, buscando
la respuesta a si lo quería como para vivir con él. Sabía que no lo amaba, pero
tampoco quería que se fuera de mi lado. La respuesta nunca llegó.
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