El Pequeño Magnate I - Secretos y Revelaciones

lunes, 11 de septiembre de 2017

Blanco y Negro... ¿Y el Gris?: Cap. 3




BLANCO Y NEGRO… ¿Y EL GRIS?

 

MAG

Historia

 


CAPÍTULO 3


                ARMANDO



      Espero que este fin de semana sea uno de esos donde no pasa nada, con mis hijos nunca se sabe. 


Desperté temprano, la verdad no pude dormir bien, contrario a lo que piensan mis chicos, no disfruto castigándolos. Quise congraciarme con ellos, sobre todo con Diego, preparándoles un rico desayuno. Me entretuve haciendo pancakes con sirope de chocolate y crema chantillí, sé que no es bueno darles azúcar en grandes cantidades tan temprano, pero pocas veces tengo la oportunidad de consentirlos. Lo que me recuerda que debo reorganizarme esta semana para poder ir a la obra de Johnny. 


Diego fue el primero en bajar, es un gran chico pero tiene un imán para los problemas. –¿Cómo estás? –lo saludé con un beso en la frente. 


–¿Todavía estás…? 


–No –lo interrumpí, intuyendo la palabrota que quería decir–. Pero eso no significa que permitiré que se repita –él solo asintió, creo que aún no se ha dado cuenta de la gravedad del asunto–. Todavía tenemos que discutir qué haremos contigo, tu madre y yo, la próxima semana –frunció el ceño, ya lo sabía, no tiene idea. No entiendo cómo puede ser tan inteligente para algunas cosas y tan ingenuo para otras–. Estás expulsado, lo estarás toda la semana. 


Diego iba a decir algo, pero en ese momento Saraí llegó a la cocina. Esos dos no podrían ser más diferentes. Mis mellizos habían sido la razón por la que decidí quedarme con Juliana, valía la pena intentarlo, quería que mi familia se mantuviera unida. Con el paso del tiempo me di cuenta de que no íbamos a ninguna parte, pero entonces Johnny apareció y me dije “¿Por qué no intentarlo una vez más?”. Solo pude quedarme dos años. Mi pequeño Johnny tiene ahora 10 años, ha pasado casi toda su vida de una casa a otra, y no se ha quejado ni una sola vez, al menos conmigo. 


Como llamado por mis recuerdos, Johnny llegó a la cocina y se sentó al lado de sus hermanos, serví el desayuno y espere no tener que pelear porque comieran todo o se tomaran la leche. –¿Qué haremos hoy? –preguntó mi enano, rompiendo el silencio. 


–Diego está castigado, no podemos hacer nada –dijo Saraí sin darme la oportunidad de responder–. No podemos hacer nada más que ver la televisión –continuó. 


–Saraí tiene razón –esperando que comprendieran que no había mucho que hacer dentro de casa. 


–Pero no es justo –se quejó Johnny sin dejar de masticar. Que mala costumbre tiene de hablar con la boca llena. 


–Son las reglas, y lo saben. 


–¡Malditas reglas! 


–¡Saraí! –la regañé por la palabra que había usado. 


–Johnny tiene razón, no es justo que por culpa de éste nos castigues a nosotros… No hicimos nada, y tenemos que pagar los platos que rompió otro –dijo mirando con odio a su hermano. 


Intenté mediar entre todos, la verdad lo que quise fue hacerles entender que no podía premiar a Diego con una salida si lo que quería era que aprendiera la lección. Sabía que no era justo con los demás, pero no podía dejar a mi hijo solo en el apartamento. Quizás si hubiera sido otro chico las cosas serían diferentes, pero con Diego me daba miedo de que a mi regreso encontrara el apartamento destrozado o peor, totalmente quemado. Por su puesto no dije nada en voz alta para no hacer sentir peor a mi hijo, pero los otros dos no me entendían. 


Finalmente Saraí se levantó furiosa. –Pues, los odio a los dos –gritó fuera de sí–. Te odio a ti por ser un imbécil –le gritó a Diego y luego me miró a mí–. Y te odio a ti por ser injusto –salió de la cocina y se encerró en su habitación. Todos nos quedamos callados, Saraí pocas veces explotaba, pero cuando lo hacía todo el mundo salía salpicado. Johnny fue el siguiente en salir, no sin antes pedir permiso para retirarse. Me quedé desayunando junto a Diego, que había perdido el apetito. 


Cuando por fin tuvo el valor de salir de la cocina, recogí los platos y mientras los lavaba me dije a mí mismo que este fin de semana sería como los de siempre, con las discusiones y peleas de siempre.






                 LUIS GERARDO



     Como todos los sábados, luego de desayunar, Andrea y yo comenzamos a limpiar la casa, repartíamos las labores del  hogar, lavar, planchar, cocinar, etc. a ninguno nos gusta esa parte de vivir solos pero entre los dos se hace más llevadera la labor. Puse una caga de ropa en la lavadora mientras Andrea pasaba la escoba, este fin de semana me tocaba a mí pasar el trapeador, y planchar, ella se encargaría de cocinar. Mi niña es muy buena en la cocina y es algo que disfruta a diferencia de mí. La música comenzó a sonar y supe que el mal humor del día anterior se había esfumado, mi niña no podía estar enojada conmigo por mucho tiempo, la verdad ella y yo no podíamos estar molestos por más de unas horas. 


Luego de limpiar la casa, ayudé a Andrea con la comida, se le había metido en la cabeza hacer raviolis al pesto, y no me quedó otra opción que ayudarla con la salsa. Mientras comíamos, hablamos de los planes para la tarde, yo tenía mis propios planes, pero quería saber que tenía pensado hacer ella. –¿A dónde iremos por la tarde? 


–No lo sé ¿A dónde quieres ir? –pregunté al tiempo que me deleitaba con la comida–. La salsa es lo mejor, me quedó buenísima –dije para picarla un poco, y resultó. Me miró como si quisiera atravesarme con el tenedor. 


–Picar vegetales no es hacer la salsa. 


No pude evitar carcajearme, siempre funcionaba. Si había algo que le molestaba era que le quitaran el crédito por algo que había hecho. –Entonces, dime ¿A dónde quieres ir? –repetí la pregunta. 


–Quiero ir al parque 


–¿Al parque? –sin creérmelo. Hacía años que mi niña no me pedía ir al parque y las veces que yo lo sugería siempre obtenía una respuesta negativa–. Creí que dirías el cine, o el centro comercial… hasta pensé que podrías decir el teatro, pero… ¿El parque? 


–Tengo ganas de patinar. 


–Está bien, iremos al parque. 


–Lleva tus patines –me dijo con una gran sonrisa, no sé si estaba jugando o lo dijo en serio, pero mi cara debió ser graciosa porque comenzó a reír. 


–No voy a patinar. 


–Sí lo harás, quiero patinar contigo. 


De repente tuve una idea, una loca idea, y quizás me ganaría algunos enemigos. Sonreí. –Está bien, patinaremos juntos.




Cuando llegamos al parque aún era temprano, no había mucha gente, pero vimos algunos padres con sus hijos pequeños montando bicicletas y triciclos, otros patinando. Insté a mi hija a una vuelta al parque, ella aseguró que me ganaría, me dio mucho gusto verla alegre, disfrutando, no era la misma niña enojada del día anterior, espero que no cambie de opinión en la siguiente media hora. 


Dimos una vuelta al parque y por supuesto ella me ganó. Mientras nos hidratábamos en uno de los kioscos del parque, mi celular sonó con una canción muy conocida por los dos, me aparté para hablar y que Andrea no me escuchara. –¿Qué quería esa? –me preguntó con evidente enojo cuando regresé a su lado. 


Pasé por alto el apelativo que usó para referirse a Aymé para evitar una discusión. –Quería saber dónde estábamos. 


–¿Para qué? –iba a responder, pero en ese momento llegó Aymé y saludó cariñosamente a Andrea y a mí dándome un apasionado beso. 


–¿Qué hace ella aquí? –gritó, llamando la atención de todos alrededor. 


–Andrea... –advertí, sin mucho éxito. 


–¿Por qué tenías que invitarla? –sin dejar de gritar–. Es nuestro día, juntos. 


–Andrea, por favor… 


–¿Por favor, qué? Se supone que vendríamos al parque, tú y yo, ella nada tiene que hacer aquí –no sabía dónde meterme, todo el mundo nos miraba, el espectáculo que estaba dando mi hija era digno de un buen chisme de YouTube y así supongo que ocurrió, ya que varios adolescentes nos filmaban con sus celulares. 


–Andrea, baja la voz, por favor. 


–¡No! Gritaré todo lo que me dé la gana, tienes todos los días para acostarte con ella y la traes justo hoy que es el único día que compartimos. 


Cada vez estaba más molesto, mi hija estaba pasando todos los límites conocidos. Sabía que se enojaría, la conozco o creí conocerla, porque la verdad no me esperaba esa reacción. –No te voy a permitir. 


–Luis Gerardo, yo mejor... –me interrumpió Aymé. 


–¡No! Tú, te quedas –dije, adivinando lo que quería decirme–. Y ella va a moderar su lenguaje –siseé mientras la miraba fijamente para que entendiera que no estaba dispuesto a permitirle una grosería más para con Aymé–. Ella es mi novia y tienes que respetarla… te guste o no, nuestra relación va a continuar, y más vale que la aceptes de una vez por todas. 


Andrea me miró sin parpadear y me dejó sin palabras cuando comenzó a quitarse los patines. –Disfrútalos con ella –dijo cuando terminó de quitárselos y caminó en dirección contraria, hacia donde habíamos estacionado el carro.






                JULIANA



Una ventaja de los fines de semana sola en casa era la de poder ver a Esteban, llevamos casi un año saliendo juntos, o más bien encontrándonos a escondidas. Yo no quiero que mis hijos se enteren aun de lo nuestro, no solo porque una nueva relación les caería fatal y el comportamiento de Diego empeoraría. Anteriormente he tenido relaciones, Brad, mi exnovio, vino a vivir con nosotros, pero dos meses después se marchó y nuestra relación terminó, Diego se encargó de hacerle la vida imposible y de envenenar a sus hermanos, por lo que Brad no aguantó su mal comportamiento, y la verdad no lo culpo. Pero el problema con Esteban es su edad, es joven, aunque yo también lo soy, le llevo 12 años. Él apenas tiene 22 años, y la diferencia con mis mellizos es de apenas 8 años. Es decir, mis hijos nunca aceptarían nuestra relación.




Nos encontramos para almorzar en un restaurante modesto, cerca del centro de la ciudad. A pesar de que el lugar era muy concurrido, las posibilidades de encontrarme con conocidos eran mínimas. Disfrutamos de un rico almuerzo, no sé qué pensaba Esteban en ese momento, pero su manera de mirarme intensamente me ponía nerviosa. No era como si me comiera con los ojos, sino más bien como si me bebiera y se deleitara. 


Salimos del restaurante, tomados de la mano como dos adolescentes, luego me abrazó con su brazo izquierdo y me susurró al oído. –¡Cásate conmigo! –pensé que estaba jugando y me reí, creo que lo hice sentir mal porque se detuvo y se quedó mirándome fijamente, pero esta vez con el ceño fruncido. Fue cuando comprendí que lo había dicho en serio y me sorprendí tanto por ello que no pude responderle–. ¿No me quieres? –me preguntó aun con el ceño fruncido. 


–Claro que sí –dije de manera automática, y no mentía. Lo quería… lo quiero, pero de ahí a amarlo, no sé. Y esa duda hizo que me quedara callada. 


–Tenemos casi un año juntos, y nos amamos ¿Por qué no formalizar todo? –preguntó como quien dice algo obvio–. ¿Por qué no vivir juntos de una vez por todas? 


–Tengo una lista que puede responder eso –dije, esperando que entendiera mis razones para no aceptar ¡Por Dios! Ni siquiera le he presentado a mis hijos–. Esteban, sabes que… –intenté explicarme sin saber qué palabras utilizar. No tenía idea de qué decirle–. Tengo tres hijos… –comencé. 


–Lo sé –me interrumpió–. Quiero conocerlos, que ellos me conozcan, formar parte de sus vidas. 


–No tienes idea de lo que es vivir con niños y… Diego... 


–Sí, también lo sé, es difícil, me lo has dicho, seguro intentará espantarme, pero no me iré… no te dejaré nunca, ni a ti ni a ellos. 


–Esteban, por favor... –dije abrazándolo, intentando poner mis ideas en orden, buscando la respuesta a si lo quería como para vivir con él. Sabía que no lo amaba, pero tampoco quería que se fuera de mi lado. La respuesta nunca llegó.





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