3 ROSAS
MAG
Historia
CAPÍTULO 5
El Encuentro y La Noticia.
La cena había terminado con algunos rostros sorprendidos
y otros enojados. Rosa Paula entendió que ni su padre ni su hermana mayor le
dirían cuál era el problema que tenían con Joaquín, así que buscó a la única
persona que podía contarle todo lo que había pasado para que ellos reaccionaran
de esa manera tan solo con escuchar su nombre, Rosa Elena. Sin embargo, la
hermana del medio no quiso inmiscuirse en los problemas de la hacienda ni mucho
menos ganarse de enemigos a su padre y hermana, por lo que prefirió mantenerse
callada. La menor de Las Rosas se
sentía frustrada al no obtener información, no entendía qué podía ser tan grave
como para generar todo ese revuelo.
Era
más de medianoche cuando decidió salir de su habitación, cuando llegó al salón,
tuvo un flashback y se vio así misma
siendo una niña, corriendo al encuentro con su padre que acababa de llegar de
viaje. Sonrió, esa casa siempre le había parecido demasiado grande, ahora no
era diferente. La sentía grande, pero al mismo tiempo vacía, como si realmente
estuviera allí de paso.
Salió
al jardín y notó la brisa fría, el cielo estaba despejado y observó las
estrellas, deseando poder estar en su quería París, la ciudad que había
adoptado como suya. Aun con su polución y sus calles sucias, la extrañaba,
extrañaba a su gente, los turistas paseando por Notre Dame, y a su locas amigas de universidad. De repente una
camioneta la sacó de su ensoñación, vio a un hombre y una mujer bajar y entrar
a la pequeña casa que estaba en la entrada, se encendieron las luces, pero no
estuvieron así por mucho tiempo. Quería saber quiénes habían entrado, debían
ser trabajadores de la hacienda, se oían risas y murmullos de alguna
conversación amena, y en pocos minutos comenzaron a escucharse algunos gemidos.
Rosa Paula cayó en cuenta de lo que estaba pasando dentro de la cabaña y quiso
salir de allí lo antes posible. En su apuro por alejarse, tropezó con los botes
de basura. –¿Quién anda ahí? –gritó el hombre dentro de la casa. Rosa Paula no
se detuvo y corrió hasta la casa. Una vez dentro, se permitió respirar con
normalidad mientras su corazón se calmaba, subió a su habitación y con los
gemidos de la pareja dentro de su cabeza se quedó dormida.
Al día siguiente Rosa María fue hasta la hacienda La Esmeralda, propiedad de Miguel
Morales, su suegro. Saludó a algunos trabajadores a su paso hacia la casa que
ocupaba el mayor de los hijos, Felipe. Entró sin llamar, pero al no encontrarlo
en el piso inferior, gritó su nombre, llegó hasta el pequeño cuarto del segundo
piso, sitio que usaba el joven como taller de pintura, sonrió al verlo
concentrado en una nueva obra y con los auriculares puestos. Lo abrazó por
detrás sorprendiéndolo.
Felipe
se quitó los auriculares y la besó en los labios, la rodeó con su brazo
izquierdo aun sin dejar de mirar el lienzo a medio pintar. Rosa María ladeó un
poco la cabeza. –¿Esa soy yo? –preguntó con ganas de que la respuesta fuera
negativa.
–Sí
–respondió Felipe sin moverse–. Estoy intentando incursionar en el cubismo pero
creo que el estilo de Picasso no es lo mío.
–Creo
que no –concordó Rosa María. Había ido a verlo decidida a convencerlo de
quedarse en el pueblo, pero no sabía cómo comenzar aunque, sí sabía qué decir
exactamente para convencerlo.
Felipe
se sentó en uno de los dos sillones que adornaba su taller, el que estaba menos
manchado para no incomodar a su novia, la sentó sobre sus piernas y comenzó a
besarla, las intenciones de Rosa María se desviaron, el beso la había excitado
y su lengua pedía más. Felipe también se había excitado, los últimos días
habían discutido cada vez que se veían. Ahora las discusiones quedaron de lado,
la pareja tenía necesidades fisiológicas y emocionales que satisfacer, Rosa
María no quería que se marchara del pueblo, no podía darle el “sí” definitivo para casarse pero no
quería alejarse de él. Felipe por su parte, sentía que estaba perdiendo a su
novia, con cada discusión la sentía más lejos y quería recuperarla a como diera
lugar.
Rosa Paula llegó a la cocina casi a las once de la
mañana. Una de las señoras de servicio le ofreció café, jugo de naranja y un
desayuno típico de la región, huevos revueltos, carne mechada, caraotas y arepa
asada. Sin pensarlo se sentó a devorar el sustancioso desayuno. Aurora entró y
la saludó cariñosamente, bromeó sobre la hora de despertar de la joven. En la
hacienda, todos madrugaban para atender diversos asuntos. La joven se defendió
diciendo que tenía mucho tiempo sin dormir tan plácidamente y quería disfrutar
al máximo. –¿Tita, quién vive en la casita amarilla? –preguntó con marcada
curiosidad, recordando a la pareja que había visto en la madrugada.
–¿La
cabaña de la entrada?
–Sí
–sin dejar de comer.
–Allí
vive Joaquín –respondió un poco cohibida, con la mirada baja.
Rosa
Paula dejó caer su tenedor, sorprendida de saber que el hombre que había visto
entrar era su primo. –¿Joaquín? –Aurora asintió–. Creí que él no vivía en la
hacienda.
–Joaquín
es el capataz de la hacienda… Vive allí desde hace años.
–Pero…
con todo lo que paso ayer, pensé que… –Rosa Paula quiso aprovechar la
oportunidad para saber, por fin, qué había pasado entre su primo y su padre–.
¿Qué pasó, tita? ¿Por qué mi papá dijo todo eso de Joaquín y tú no lo
defendiste? –Aurora desvió la mirada, se disculpó de manera torpe y quiso salir
sin dar una explicación, la joven no estaba dispuesta a más evasivas y la
enfrentó.
Tuvieron
una discusión donde la madre del joven no dijo nada de lo que Rosa Paula quería
saber, nunca había visto a su tía tan alterada, llorando de manera
descontrolada. –Mi hijo aquí ya no es bienvenido, pero tu padre por
consideración hacia mí permite que tenga una buena posición en la hacienda.
–Rosa Paula se quedó sin palabras y Aurora aprovechó ese momento para huir de
la cocina y del interrogatorio de su sobrina.
Joaquín
Córdova era un joven de 22 años, el único hijo de Aurora. Había crecido en El Rosal, al igual que sus primas. El
chico, no había estudiado a nivel profesional, pero poco le importaba, tenía
muchos conocimientos acerca del trabajo en el campo, y era experto en animales,
tanto o más que los veterinarios de la hacienda, entre ellos, su prima Rosa
Elena. Había sido ése el motivo por el cual continuaba viviendo allí, después
de un gran altercado con don Eleazar Aldana, hacía unos años atrás. Era un
hombre alto, de piel blanca, bronceada por el trabajo bajo el sol, el cabello rubio,
un poco largo y completamente despeinado, era honesto y leal. Pero ninguna
virtud era, lo suficientemente, buena para permitir que los administradores de
la hacienda lo tomaran en cuenta para algo más que darle órdenes. Vio salir a
una jovencita de la casa principal, nadie tuvo que decirle quién era, sabía que
el día anterior había llegado la menor de Las
Rosas, se dijo a sí mismo “El Rosal
está completo”. Sonrió al ver como la joven se alejaba de la casa montada a
caballo.
Terminó
sentada frente al río, no solo se sentía fuera de lugar, sino que las personas
a su alrededor, su familia, también la aislaban como si no hubiera llegado o no
existiera. Quiso regresar a París, a su vida, con sus amigos, aquellos que en
los últimos años habían sido su familia, escuchó que alguien se acercaba y
limpió sus lágrimas. –La Rosita está
llorando, como en los viejos tiempo –dijo la voz de un hombre, al que ella
reconoció inmediatamente.
Se
giró, y una gran sonrisa se dibujó en su rostro, y sin perder tiempo se levantó
para abrazarlo. –¿Dónde estabas? –preguntó la muchacha sin poder evitar que más
lágrimas se derramaran. Al escuchar las palabras de su primo, supo que para
alguien sí existía, que la trataría de la misma forma como la había tratado
antes de marcharse. Joaquín siempre la llamaba “La Rosita” por ser la menor de las hermanas. Además de ser su
cómplice durante la adolescencia, de allí, que no entendiera por qué nadie
quería explicarle las cosas que habían cambiado durante su ausencia.
–Ahora
soy un hombre ocupado –respondió sonriendo–. Estaba trabajando.
–Anoche
te escuchabas muy relajado.
–Así
que tú eres “el fisgón” –levantando
una ceja.
–Fue
sin querer –se defendió con una sonrisa pícara–. Anoche no podía dormir y salí
a dar una vuelta.
Joaquín
la rodeó con su brazo izquierdo y caminaron bordeando el rio. –¿Ha sido muy
difícil el regreso?
–¿Has
sentido alguna vez que no perteneces a un lugar? –le preguntó sin levantar la
cabeza, no quería que viera sus pensamientos a través de sus ojos.
–Así
me siento cada vez que entro en “La Casa
Grande” –susurró en su oído mientras reía. Estuvieron hablando mientras
caminaban, Joaquín tenía mucha curiosidad acerca de cómo era la vida en Europa
y todas las cosas que había visto Rosa Paula. La joven sintió que repetía todo
lo que le había contado a su hermana, pero no le molestaba, siempre se había
sentido muy bien en compañía de Joaquín, además que se sentía protegida, era
quien siempre se peleaba en la escuela para defenderla cuando se metía en
problemas. Lo que Joaquín no se esperaba era que la jovencita le dijera que no
pensaba quedarse por mucho tiempo, este viaje lo había tomado como unas vacaciones–.
¿Cómo que te vas otra vez? –preguntó sorprendido, soltándola.
–Regresaré
a París en unos meses –respondió como quien dice algo obvio, sin darle mayor
importancia, dejando a su primo no solo sorprendido sino molesto, Joaquín creía
que Rosa Paula había regresado definitivamente–. Tengo una muy buena oferta de
trabajo esperándome –dijo muy sonriente, se le veía feliz por dar esa noticia,
sin temor a que alguien gritara o hiciera escándalos. No había tenido el valor
de decírselo a su padre o al resto de la familia–. En enero comenzaré a
trabajar en una importante empresa en Marsella –sin dejar de sonreír.
–¿Y
eso dónde queda? –preguntó con molestia en su voz.
–En
Francia –sin notarlo–. Al sur de Francia.
–Debo
trabajar –regresando por donde habían caminado.
–¿Cuándo
vamos a salir por ahí, con los amigos?
–¿Por
qué no sales por ahí, con tus amigos?
En
esa ocasión Rosa Paula sí notó la molestia del joven. –¿Qué te pasa, Joaquín?
¿Por qué te pones así?
–Pasa
que te vas –le gritó, enfrentándola–. ¿A qué viniste? ¿A decir “hola, cómo están, estoy bien, fue un gusto verlos, los veré dentro de cinco años más”?
–sin dejar de gritar.
–Pero...
–Rosa Paula no entendía por qué Joaquín había reaccionado de esa forma. La
única persona que creyó que la entendería, estaba gritándole y reprochándole
algo que aún no hacía, y nuevas lágrimas aparecieron en su rostro.
–“La Rosita” está llorando de nuevo, como
en los viejos tiempos… Es lo único que no ha cambiado –y se retiró, dejándola
sola, llorando.
Joaquín
se alejó cabalgando, creyó que con la llegada de la menor de las hermanas, su
vida podría ser como era antes. Solo hablaba con su madre y, por supuesto, con
los empleados que estaban a su cargo, y las pocas veces que había entrado en la
casa principal había sido a escondidas de los dueños. Aunque no lo quería
admitir delante de su madre, extrañaba a su familia, y la persona que podía
cambiar eso, le había dicho que se marcharía en unos meses.
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