3 ROSAS
MAG
Historia
CAPÍTULO
15
Buscando la verdad 1.
Joaquín
estornudó tres veces seguidas y luego un ataque de tos le impidió continuar con
la discusión que tenía con su madre.
Estaban
en la cocina de la casa del joven. Joaquín desde la noche anterior no se
encontraba bien, un malestar en todo el cuerpo se había apoderado de él en
horas de la tarde abriéndole el camino a la fiebre que se presentó durante la
noche, por la mañana los estornudos y la tos completaron el cuadro gripal. El
joven se había quedado dormido por la mala noche que pasó, en vista de que no
había ido a dar los buenos días ni el beso matutino, Aurora decidió verlo en su
casa.
Tenían
casi una hora discutiendo, desde que la mujer lo despertara sin querer. El
joven alegaba que debía trabajar, había mucho por hacer y lo último que quería
era que su tío lo acusara de holgazán. Aurora se oponía porque veía que su hijo
no estaba condiciones ni siquiera de dejar la cama. –Tengo que ir a trabajar,
mamá –dijo por enésima vez–. Hay que marcar las reses, seleccionarlas, comprar cosas y mucho más.
–Pero
no puedes salir, Joaquín –elevó la voz para que su hijo por fin entendiera–.
Todavía tienes fiebre… no dejas de toser y estornudar –Joaquín volvió a
estornudar para confirmar lo que su madre decía–. ¿Ves?
–Eso
no importa, igual tengo que hacerlo –continuo testarudo–. Un simple resfriado
no me va a detener.
–Yo
podría hablar con Eleazar y…
–¡No!
–la cortó–. No se te ocurra hablar con el viejo… no quiero que me ayudes con
él, mamá. No necesito su compasión ni lástima porque estoy enfermo.
–Pero
Joaquín…
–¡Dije
que no, mamá! –el joven fue muy firme en sus palabras.
–Eleazar
no es malo, hijo.
–Sabes
mamá… siempre me he preguntado por qué tanto afán por hacerlo parecer más bueno
de lo que es. Esa fe ciega y tenerlo en un pedestal como si lo mereciera… y a
veces he pensado que toda la vida has estado enamorada de él –Aurora se
horrorizó–. ¿Tengo razón?
–¡Por
Dios, Joaquín! ¿Cómo puedes pensar eso? Eleazar era el esposo de María Rosa, jamás
le haría eso a mi hermana –escandalizada.
–Solo
júrame una cosa, mamá –la apremió en un tono desesperado que ni él mismo
reconoció–. Dime que ese hombre no es mi padre –Aurora no sabía por qué
preguntaba eso. El joven continuó–. ¡Júramelo, mamá, por favor!
–¡Por
supuesto que no! –respondió indignada.
En
medio de un nuevo ataque de tos, Joaquín dijo. –Es muy importante que me digas
la verdad… ¿Eleazar Aldana es mi padre?
–¡Ya
te dije que no! No entiendo por qué lo preguntas.
–Eso
no importa –se sintió aliviado. De haber sido afirmativa la respuesta habría
muerto en vida por lo que estaba comenzando a sentir por Rosa Paula. Sin
esperar a que su madre saliera de casa fue al baño y abrió la regadera. Por
instinto metió la mano bajo el chorro y enseguida supo que bañarse sería una
tortura. Tenía fiebre y percibió el agua fría pero estaba seguro que eso lo
ayudaría a sentirse mejor.
Aurora
era tan testaruda como su hijo y cuando vio que éste estaba dispuesto a
trabajar sin importarle su salud, salió de la casa rumbo a la oficina de
Eleazar, en la casa principal. Hablaría con el hombre para interceder por su
hijo enfermo. No contó con la suerte que necesitaba, Eleazar había salido de la
casa hacía diez minutos y ni siquiera el celular contestaba.
Joaquín
se había sentado bajo un árbol y había cerrado sus ojos tratando de mitigar el
dolor de cabeza y la pesadez de su cuerpo. La voz de Guillermo, su mano derecha
y la de Eleazar, lo trajo de vuelta. Abrió sus ojos exacerbando el dolor,
respiró profundo para buscar alivio internamente. Guillermo le informó que
Eleazar había llegado y preguntaba por él. Con dificultad se levantó, un nuevo
ataque de tos lo acompañó a su encuentro con su tío. Eleazar no tuvo que
preguntar si se encontraba bien, era evidente que no lo estaba. Sin embargo lo
saludó como siempre, una inclinación de cabeza, y esperó a que el joven
hablara. –Todas las reses se ven sanas y en buenas condiciones, la señorita
Rosa Elena tiene que examinarlas para confirmar –Eleazar asintió–. De las
setenta reses que le compró a Don Agustín solo faltan veinticinco por marcar. Cincuenta
y cuatro se seleccionaron como lecheras, y las diez mejores se
seleccionaron para los toros –a Eleazar
le gustaba como Joaquín le daba sus reportes pero la tos se hizo presente en un
nuevo ataque y eso le confirmó que el joven no estaba en condiciones, bastaba
con solo mirarlo a los ojos rojos.
Lo
interrumpió antes de continuar. –Deberías estar en tu casa, descansando.
–Hay
mucho por hacer, señor.
–No
estás en condiciones –dijo con más autoridad–. Dile a Guillermo que te lleve a
casa.
–Estoy
bien, señor –sin dejar de toser.
–No
te ves bien.
–Solo
es un resfriado, un poco de tos.
–No
está a discusión, dile a Guillermo que te lleve a casa.
–No
se preocupe, me iré solo –montando su caballo.
–Marcos,
acompáñalo. No quiero que vaya solo –le dijo a otro de sus empleados. El hombre
asintió y montó su caballo.
Guillermo
dirigía a los empleados a falta de los “patrones” como llamaba a Eleazar y Joaquín.
Eleazar comenzó a caminar hacia donde estaban marcando las reses. No habían
dado más de cinco pasos cuando vio como Joaquín caía del caballo lastimándose
el lado izquierdo del cuerpo y quedando inconsciente. Marcos bajó del caballo
para ayudarlo. Eleazar se acercó también, igual que otros hombres. –¿Qué le
pasó? –pregunto el hombre.
–Está
hirviendo, Don Eleazar –respondió Marcos.
Eleazar
lo tocó y lo confirmó. –Llamen a Guillermo y que lo lleve al hospital, rápido
–apremió–. Y avísenle a su madre.
Por
primera vez en mucho tiempo Eleazar estaba preocupado por el joven. Por un
momento olvidó el problema que hacía cinco años habían tenido. Estaba
preocupado por la salud del muchacho.
Joaquín
estaba acostado en su cama, su madre había llegado y lo regañaba. El joven había
recuperado el sentido y se había negado a ir al hospital, por lo que el mismo
Eleazar había mandado a buscar al médico en el pueblo.
Mientras
Aurora regañaba a Joaquín, Eleazar estuvo presente, el joven se sintió como un
mocoso adolescente que su madre lo regaña delante de extraños, aunque su tío no
era un extraño y en varias ocasiones había presenciado escenas similares y
hasta él mismo había tenido que reprenderlo cuando era adolescente, no solo
verbalmente sino físicamente.
En
menos de media hora el doctor Juan Daniel Zamora, el hermano mayor de Juan
José, entró en la casa amarilla que estaba en la entrada de la hacienda El Rosal. Saludó a Eleazar, Aurora y
Joaquín, se sentó al borde de la cama junto al muchacho y comenzó a hacerle las
preguntas de rigor, Aurora no le daba oportunidad a responder. –¿Por favor,
mamá podrías salir? No soy un niño.
–No
me voy, puede que no seas un niño pero te comportas como uno y sea lo que sea
que diga el doctor quiero saberlo.
Eleazar
salió de la habitación y decidió esperar en la sala. Juan Daniel reía por la forma
como madre e hijo interactuaban. Examinó a Joaquín de pies a cabeza. Estaba en
casa de Eleazar examinando a su sobrino. Siempre intentaba hacer bien su
trabajo pero sentía que debía esmerarse más, quizás porque era el sobrino del
suegro de su hermano. El diagnóstico fue bronquitis, lo que parecía un simple
resfriado se había complicado con una infección respiratoria. –Te inyectaré
para la fiebre. Los antibióticos serán por cinco días, vendré a verte y decidiré
si es necesario continuarlos o no –dijo Juan Daniel preparando el medicamento–.
Si no tienes quien te inyecte, puedo hacerlo por las noches.
–Yo
lo haré doctor –intervino Aurora–. Soy enfermera. Hace mucho que no ejerzo la
profesión, pero no he olvidado nada.
Juan
Daniel sonrió. –Son cosas que nunca se olvidan –luego se dirigió a Joaquín–. El
brazo no está fracturado, pero sufriste una fuerte contusión… Esto te ayudará
para aliviar el dolor. –inyectándolo en el brazo derecho–. Luego tomaras
analgésicos cada ocho horas.
–Dígaselo
a ella –moviendo la cabeza hacia Aurora–. Ella es la enfermera y la madre.
Juan
Daniel se carcajeó por la mueca y el tono de voz que utilizó el joven. Luego de
la inyección le dio la receta a Aurora y comenzó a recoger sus cosas. –¿Cuál es
su nombre, doctor? Me gustaría que usted sea el medico del terco de mi hijo.
El
doctor se volvió a carcajear. –Mi nombre es Juan Daniel Zamora, mi padre es el
famoso doctor Juan Andrés Zamora –Aurora se sorprendió y no pudo disimularlo–.
Lo buscaron a él pero no está en la ciudad.
–Ahora
seguro que querrá que mi médico sea su padre y no usted, solo por ser famoso
–dijo Joaquín con fastidio.
–No,
no se preocupe doctor, si usted no puede, buscaré a otro –Aurora estaba muy
nerviosa.
–No
se preocupe, señora, yo puedo ver a Joaquín las veces que sean necesarias.
–¡Gracias!
–respondió la mujer muy tímida.
–¡Gracias,
doctor! –dijo el joven.
–Vendré
en cinco días –se despidió Juan Daniel. Al salir, Guillermo estaba esperándolo
en la sala. Le dijo que Eleazar pagaría sus honorarios profesionales pero el
joven doctor se negó a aceptarlos. Ambos hombres salieron de la casa comentando
el cuadro del joven y las recomendaciones médicas. Debía estar toda la semana
descansando en casa.
En
la habitación, Aurora vio cómo su hijo se levantaba y buscaba una camisa
limpia. –¿A dónde vas?
–Tengo
cosas que hacer.
–Pero
Joaquín...
–Ya
me inyectaron, mamá. Eso me bajará la fiebre, me aliviará el dolor y el malestar
–dijo mientras se abrochaba la camisa y caminaba a la salida seguido por su
madre.
–Pero
todavía no estás bien –levanto la voz cuando llegaron al pequeño jardín de la
casa.
–Mamá
–girándose para enfrentarla–. Tengo algo muy importante que hacer. Prometo
regresar luego y obedecer las órdenes del doctor –Aurora asintió, luego
acarició y besó el rostro aún caliente de su hijo. Si estaba afanado por salir
en esas condiciones, tenía que hacer algo muy importante.
Joaquín
necesitaba hablar con Eleazar lo antes posible, quería verlo en su oficina
antes de que saliera de nuevo al lugar donde estaban las reses. Necesitaba
saber la verdad. Su madre en la mañana había respondido muy rápido y se había
molestado con él cuándo le dijo lo que pensaba acerca del viejo. Eso no le dio
buena espina. Aunque su respuesta había sido negativa y en un primer momento
había sentido alivio, con las horas no dejaba de pensar que de ser cierto lo
que creía, el amor que se tenían Rosa Paula y él, era un amor prohibido. No
podía apartar de su mente el hecho de que Eleazar pudiera ser su padre y
necesitaba que el hombre se lo confirmara o se lo negara cuánto antes.
Cuando
iba a mitad de camino vio a Rosa Paula hablando con Alejandro en una de las
caminerías del jardín. La chica se veía muy sonriente y tocaba con mucha
confianza al joven en los brazos y hombros. Apuró el paso, lo que provocó un
ataque de tos que se exacerbó por la furia que crecía en su pecho.
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