OSCURIDAD
MAG
Relato Corto
Los últimos
días mi cama no me resulta cómoda. Por las noches paso mucho tiempo tratando de
conciliar el sueño. Quizás no es mi cama sino mi consciencia. Está tan negra
como una noche sin luna. He visto mucho horror, he vivido mucho horror y he
provocado mucho horror, pero nunca me he arrepentido de nada y no creo que mi
consciencia quiera que lo haga ahora.
Hace
diez años más o menos me fui de mi casa buscando mejorar mi calidad de vida.
Eso le decía a la genta para evitar mencionar todos los maltratos a los que era
sometido. Mi padrastro me golpeaba cada vez que llegaba borracho, es decir, un
día sí y el otro también. Mi hermano mayor también era un abusador, igual
golpeaba a todos cuando quería, inclusive a mi pequeño hermano de cinco años le
daba grandes palizas. Mi hermanita con diez años, por ser virgen, fue vendida a
uno de los borrachos apostadores amigos de mi padrastro, y la de trece años
tenía que soportar el hedor a tabaco, alcohol y sudor de mi padrastro
cogiéndosela, luego de cogerse a mi mamá. Ella nunca hizo nada para evitar que
todo eso pasara, no sé si lo permitía porque tenía miedo de su macho porque realmente no le importábamos. El hecho
es que cuando iba a cumplir dieciséis decidí que mejor estaba en la calle que
allí con ellos, pudriéndome… bueno, ahora que lo pienso con calma, ya estaba
podrido.
Por mucho
tiempo me tocó dormir en las calles, sin poder bañarme y mendigar para poder
comer. Las personas se apartaban de mí, algunos por el mal olor, otros porque
veían en mí a un delincuente o a un pordiosero. Eso me molestaba cada vez más y
decidí acabar con ello, convirtiéndome en uno de los mejores ladrones de la
calle. Robé ropa, zapatos y dinero, mientras más me iba pareciendo a la gente
normal más fácil era robar. Una cosa llevó a la otra y entré en el negocio de
las drogas, mucho más lucrativo pero mucho más arriesgado. Una vez que entras
no sales, y la verdad no quería salir. Por primera vez en la vida me estaba
yendo bien. Tenía una casa para mí, buena ropa, buena comida y buenas mujeres.
Había dejado de ser un niño, un mocoso mal oliente para convertirme en uno de los
más respetados de las filas de abajo del narcotráfico. ¿Mi meta? Subir y subir
cada vez más hasta ser El Gran Jefe. Pero de nuevo los planes cambiaron y
conocí a otras personas, que de una u otra forma estaban relacionadas con el
medio.
Mi mentor
fue un hombre que había sido entrenado por los gringos y que tenía buenos
contactos por todo el mundo. La gran diferencia era que él no traficaba con
drogas aunque sí hacía muy buenos trabajos a los más altos jefes, incluyendo al
Gran Jefe. Era experto en explosivos y vio mí curiosidad nata de un joven de
veinte años. A esa edad yo quería aprender de todo y de todos.
Debo
decir que, modestia aparte, soy muy buen alumno. Mi mentor vio en mí potencial,
y me enseñó diferentes tipos de explosivos. Me enseñó a armarlos, activarlos,
desactivarlos y hacerlos volar cuando
yo quisiera.
Trabajamos
juntos por un tiempo, a veces había que explotar una casa, un depósito, un
carro. Jamás utilizamos el mismo método, por supuesto, la idea era que no nos
rastrearan. Pero como dije, del narcotráfico nunca se sale y me contrataron
para asesinar a mi gran mentor. Al parecer el muy hijo de puta había
traicionado al Gran Jefe y eso era imperdonable. No tuve más opción que hacer
mi trabajo… bueno, tampoco es como si me doliera hacerlo, para mí solo había
sido alguien que me enseñó un oficio, y alguien pagaría mucho por verlo volar.
Después
de ese gran golpe me gané fama entre mis compañeros y fui escalando dentro de
la organización, aunque ya sabía que nunca llegaría a ser el Gran Jefe. Había aprendido
que ese hombre jamás se ensuciaba las manos, otros hacían el trabajo sucio, o
sea yo.
En
un par de años me hice de tanta fama que grupos terroristas me buscaban para
unirme a sus filas, pero yo ya había visto lo que el narcotráfico les hacía a
quiénes intentaban salir. Sin embargo se me presento una muy buena oportunidad
de hacerme con mucho más dinero del que jamás había visto nunca y caí en la
tentación.
Una escuela,
un edificio empresarial y comercial, una iglesia y un hospital. Cuatro grandes
golpes que debían darse de manera simultánea sin importar quiénes estuvieran
adentro. Los blancos eran mundialmente conocidos. El presidente, el hombre más
rico del mundo, el papa y el más importante filántropo, respectivamente. Ante
tal tentadora oferta no pude resistirme.
El
veinte de mayo fue el gran día, la ciudad elegida, Nueva York. Debo hablar a mi
favor nuevamente, trabajé solo, de esa forma me aseguraba el crédito y hasta
había preparado mi oportuna muerte. Una simulación perfectamente planificada en
uno de los escenarios, para por fin desaparecer.
Mi plan
resultó casi tal como esperaba. A las dos de la tarde, cuatro puntos de la
ciudad explotaban, haciendo retumbar los alrededores. Toda la ciudad entró en
pánico pensando en un ataque terrorista, yo no pude evitar sonreír, veía a
todos correr de un lado a otro en completo caos sin saber qué pasaba. Cuando me
disponía a marcharme y desparecer por fin, fui arrestado en el aeropuerto. No sé
si fui víctima de un soplón o víctima de mis actos, dudo mucho que haya dejado
algo que me delatara, pero me dijeron habían pruebas en mi contra. Lo cierto es
que a pesar de contar con mucho dinero nunca pensé en gastarlo en asesorías de
abogados inútiles, así que luego de diez horas de interrogatorio me asignaron uno
de oficio y, por supuesto, más que querer sacarme de allí, me quería hundir. Había
asesinado al presidente, a niños inocentes, al papa y a muchas personas que
nada que tenían que ver con estar en el lugar menos indicado a la hora menos
indicada.
El
juicio fue rápido, después de indagar sobre mi infancia abusada, mis antecedes
delictivos y mis compañeros traficantes, el jurado me encontró culpable. No me
sorprendió, no me importó. Aun luego de unos meses no me importa. La sentencia
tampoco me sorprendió, pena de muerte por inyección letal. Pude haber apelado
pero hubiera sido inútil, ningún abogado quería hacerse cargo de mi caso, era
un caso perdido, siempre lo he sido.
Faltan
solo dos días para cumplir la sentencia, me dijeron que vendría un cura, no se
para qué, maté a su jefe, poco me puede importar él. Yo no me arrepiento de lo
que hice, quizás de lo único que me arrepiento es de haberme quedado más tiempo
del debido y dejarme atrapar.
La
celda es fría y oscura, pero nada tan oscuro como los primero quince años de mi
vida y en dos días por fin seré libre.
No
le temo a la muerte, durante mi infancia perdí el miedo a morir, después de
cada paliza sentía que el fin llegaría pronto pero me recuperaba. Sin embargo
ahora el fin sí está cerca, a solo dos días y quizás sea eso lo que me tiene
dando vueltas en mi cama.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario