El Pequeño Magnate I - Secretos y Revelaciones

domingo, 29 de octubre de 2017

Blanco y Negro... ¿Y el Gris?: Cap. 10




BLANCO Y NEGRO… ¿Y EL GRIS?

MAG

Historia

 

 

CAPÍTULO 10




                AYMÉ

Cuando el señor Núñez me llamó a su oficina no pensé que me reclamara nada. Pero el hombre enseguida que entré me restregó en la cara una carta con letras recortadas y una foto de una pareja en una cama con los rostros de Luis Gerardo y mío. La carta era muy explícita, decía que habíamos salido en varias ocasiones, que teníamos una relación amorosa y que nos habíamos acostado, más bien decía que nos habíamos “revolcado”. 

Yo no lo podía creer, mi peor pesadilla se estaba haciendo realidad, todo el mundo en la escuela se enteraría de que estaba saliendo con el padre de una alumna. Por supuesto en un principio no supe qué responder, el señor Núñez me interrogó buscando algún tipo de confesión y yo simplemente no podía dar una respuesta coherente, mi mente estaba paralizada. –Respóndame profesora –me dijo con un tono de voz frío, era la primera vez que era tan distante. Siempre me llamaba Aymé, o me decía que Bastiditas, haciendo referencia a ser la hija de mi padre, Alberto bastidas, quien también había sido profesor de ese colegio–. ¿Es usted la amante de uno de los representantes del colegio? 

–No creo que mi vida privada tenga que ser del dominio público. 

–No me importa su vida privada, profesora. Me importa la reputación de nuestra institución –noté que estaba furioso como nunca antes lo había visto, sus ojos echaban chispas–. Espero una respuesta. 

–Sí profesor –le respondí con mi rostro muy en alto, no creía que estuviera haciendo mal. Me había enamorado de Luis Gerardo, no lo había planificado, ni siquiera planifiqué comenzar a salir con él, fue algo que simplemente pasó y yo no me arrepentía de eso–. Luis Gerardo Soler y yo estamos saliendo. No soy su amante porque él es viudo, Luis Gerardo y yo somos novios. 

Salí de su oficina rápidamente, lo único que quería era llorar, me encerré en mi oficina para poder hacerlo sin interrupciones, pero antes tuve que descargarme con la persona a la que en ese momento culpaba de todos mis males.




                   LUIS GERARDO

La llamada de Aymé me sorprendió, a esa hora nunca llamaba. Respetaba mucho el horario de clases, pero más me sorprendió todo lo que me dijo y la descarga que recibí sin saber por qué ni cómo me convertí en el blanco de todo su enojo. Quedé sin palabras al escuchar todo lo que me dijo, enfurecí también, no podía creer que mi jefe me hubiera traicionado, me había prometido que no diría nada, pero no había pasado mucho cuando ya lo sabía el director. Tenía que ser él, era el único que sabía que Aymé y yo estábamos saliendo. 

No me pude contener, fui a su oficina y lo enfrenté. –¿Cómo pudo hacerme esto? ¿A mí? ¿A Aymé? –comencé a gritarle. Afortunadamente no había nadie en su oficina en ese momento–. ¿Qué le hicimos? Me prometió que no lo diría. 

Me miró con su cara de póker, la misma que usaba antes de dar alguna puñalada o decir algún comentario sarcástico. –¿De qué está hablando, Soler? 

–Le contó al director de la relación que Aymé y yo tenemos. 

–¿Que hice qué? –preguntó sin cambiar su expresión. No se había inmutado, ni siquiera se había extrañado. 

–Contó nuestra relación. 

–No sé de dónde saca semejante estupidez, Soler, pero si no sale de mi oficina enseguida voy a despedirlo. 

–El director le reclamó a Aymé, él ya lo sabe. 

Suspiró y puso los ojos en blanco, era evidente que estaba llegando al límite de su paciencia. –Soler, se lo diré una vez más y espero que me crea, sino me dará igual, con la diferencia que usted estará desempleado… Yo no le he dicho nada a nadie. Ahora, le voy a pedir, no… a pedir no, a ordenar, que salga de mi oficina y que hoy no entre más. No quiero verlo ¿Entendido? 

–Si no fue usted ¿Entonces quién? –puso de nuevo los ojos en blanco–. Solo usted lo sabía. 

–Imagino que su hija también lo sabía, y es posible que también mi hijo –eso era cierto, pero no podía creer que mi hija hubiera dicho algo, en varias oportunidades le había pedido que no dijera nada y ella lo había prometido, tal vez se lo había comentado al hijo de mi jefe y éste lo había contado, pero cómo saberlo… Andrea no podía ser la responsable de esto, me negaba a creerlo.




ANDREA

Los primeros minutos del recreo estuve sola. Ya ninguna de las muchachas se juntaba conmigo, ahora todas o casi todas eran amigas de Saraí, y desde que me había hecho la guerra cada vez me hablaban menos. Eso no me importaba, no necesitaba de ellas, y si necesitaba hacer un trabajo en grupo lo hacía con Diego, aunque ya no sería así, le diré a Peter en caso de ser necesario. 

Él había hecho algunos amigos, estaba con Sebastián y Mauro. Ellos eran buenos muchachos, Peter estaba a salvo, ya Diego no estaba en el salón y eso calmaba un poco a Franky y a Marlon, ellos tampoco lo molestarían. 

Diego llegó donde yo estaba. –¿Lo hiciste? –le pregunté impaciente. 

–Sí –me dijo muy sonriente–. Fue muy fácil, deberías darme un beso como premio. 

–Quizás lo haga –le dije sin pensar–. ¿Y la leyó? 

–Yo creo que sí, la profe Aymé tuvo que salir del salón en medio de la clase para ver al director –mostrando su mejor sonrisa–. Y no regresó. 

–Te amo Diego, eres el mejor –y lo besé en la mejilla, no pensaba pasar de ahí, si esperaba que lo besara en la boca, se equivocaba. 

–¿Y ahora qué? –encogiéndose de hombros. No tenía muy claro si debíamos enviar otra carta y acelerar el proceso, quizás era muy arriesgado y más sabiendo que ahora la dirección estaría vigilada. 

–No sé, supongo que esperar para enviar la otra carta mañana. 

–Seguro ya la despidieron y por eso no regresó al salón. 

–No lo creo, tal vez con la última… 

–¿La última? –me interrumpió. 

–Sí, la última carta, te dije que son cinco. 

–¿Por qué no me la das y la dejo en la oficina del director hoy mismo? 

–Seguramente la dirección está vigilada, la secretaria no se moverá de su puesto. 

–Con la diferencia de que Berta –hablando de la secretaria del director–. Toma su pastilla para no sé qué justo a las once –con esa sonrisa que me mata–. Todos los días a las once va a la cantina y pide un jugo de guayaba para tomarse su pastilla –sin dejar de sonreír. 

En momentos como ese lo amaba, era capaz de darle el beso que tanto quería, pero estando en la escuela no lo haría. Le dije que le daría la carta que tenía destinada para el quinto día, cinco minutos después de entrar al salón. Estaba dispuesta a jugármelo todo con tal de que despidieran a esa.




LUIS GERARDO

Cuando Aymé me llamó por segunda vez supe que las cosas no estaban nada bien, tenía miedo de contestar esa llamada pero lo hice. Aymé estaba llorando, se escuchaba desesperada. Intenté entender lo que me decía pero fue inútil. No sé si ella me entendió, pero le dije que iría al colegio, en primera no sabía exactamente qué había pasado para que me llamara esa segunda vez de la manera que lo hizo. 

Cuando me asomé en la oficina del señor González, éste puso los ojos en blanco, supongo que pensó que vendría a reclamarle de nuevo. Le dije que necesitaba la tarde libre y me despachó como siempre, con un movimiento de manos. A pesar de ser un pesado la mayoría de las veces, no era una mala persona. 

Llegué al colegio de mi hija y me dirigí a la oficina de Aymé, sabía cuál era, allí nos había conocido hacía casi dos años. Cuando entré la encontré con una mujer, imagino que otra profesora como ella. Estaba recogiendo sus cosas, dejó lo que hacía y vino hacia mí. Comenzó a llorar y yo no perdí tiempo, la abracé con fuerza, sabía que eso era lo que necesitaba. No necesitaba que yo hablara o dijera nada. Aun no era el momento. –¿Qué haces aquí? –dijo después de unos cinco minutos abrazados. 

La mujer nos había dejado solos, me dirigió una sonrisa antes de salir que no sé si correspondí. –Vine por ti, para llevarte a casa –cuando dije eso me refería a llevarla conmigo, a mi casa, no sé si ella captó mi tono, pero no pensaba dejarla sola. Amo a esta mujer y no pienso renunciar a ella. 

–Me despidieron –no dejaba de llorar y eso me partía el alma, no sabía como ayudarla. 

–¿Pero, qué pasó? 

–No sé, de pronto al director comenzaron a llegarle cartas acerca de nosotros... 

–¿Cartas? –la interrumpí, era absurdo–. ¿Qué cartas? 

–Eran letras de periódicos recortadas, habían fotos de nosotros, bueno no de nosotros, pero sí tenían nuestras caras. 

–¿Qué? –poco a poco fui comprendiendo que efectivamente la responsable de todo esto era Andrea. Cerré mis ojos para contener mi furia y mi decepción, jamás pensé que mi hija me jugara sucio–. ¿Saben quién las envió? –pregunté sabiendo cuál era la respuesta. 

–No, los sobres aparecieron debajo de la puerta y cuando el señor Núñez salió ya no hay nadie cerca. 

–¿Y las cámaras? –recordando que había visto varias en los pasillos–. Hay que revisarlas. 

–¿Y de qué serviría? 

–Nos diría quién las entregó –dije, sabiendo que eso podría meter en problemas a mi hija, pero es que dentro de mí tenía la esperanza de que Andrea no tuviera nada que ver. 

Hablamos con el director, no para pedirle que le devolviera el trabajo a Aymé, era evidente que no lo haría, pero sí para saber quién era el responsable, y el hombre estuvo de acuerdo. También sintió curiosidad de saber quién entraba furtivamente a la oficina de la secretaria sin ser visto. Los tres quedamos sin palabras cuando vimos las imágenes. Esperaba ver a mi hija metiendo el sobre bajo la puerta pero en vez de eso era su noviecito el que lo hacía, el hijo de mi jefe, el mismo que le había pedido a Aymé que cambiara de sección para que no molestara a mi hija. 

Le pedí al director que no le hiciera nada al chico, Andrea era la responsable de todo y estaba dispuesto de darle un buen regaño y un buen castigo. El hombre creyó en mis palabras, a pesar de que el niño era problemático esta vez lo dejaría pasar. 

Escuché el timbre sonar, era la hora de salida. Salí acompañado de Aymé, le dije que me esperara en el carro mientras esperaba a Andrea. Cuando mi hija salió y me vio esperándola en la puerta, sus ojos se iluminaron, hacía días que no la veía sonreír, me abrazó y besó en la mejilla. –¡Hola, papi! –yo no podía sonreír como ella lo hacía, no después de lo que había hecho. 

–Vamos a casa, tenemos que hablar –le dije muy serio. 

–¿Qué pasó? –me miraba buscando algún indicio de enojo, pero yo no estaba enojado… bueno, sí lo estaba, pero mi decepción era más grande.




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